La noche había caído sobre la ciudad, cubriendo las calles con un silencio espeso que contrastaba con el ruido constante de los monitores en la habitación de hospital. Ana descansaba recostada sobre la cama, aún débil, con una bata blanca que dejaba ver las marcas en sus brazos. Leonardo estaba junto a ella, sentado en una silla que parecía demasiado pequeña para su cuerpo tenso. No se había movido desde que los médicos la estabilizaron.

—Deberías descansar un poco —murmuró Ana con voz suave, mientras giraba la cabeza hacia él.

—No pienso moverme de aquí —respondió, con una sonrisa cansada que apenas le alcanzó los labios.

Ella lo observó unos segundos, y el silencio se volvió cómodo. A pesar del dolor físico, había algo en su mirada que reflejaba paz.

—Leonardo… —susurró—. ¿Cómo me encontraste tan rápido?

Él bajó la mirada, dubitativo. Se pasó una mano por el cabello y exhaló.

—No fue suerte —admitió finalmente—. Hace semanas, cuando noté que Martín seguía rondando, le ped