Esa misma noche. El reloj digital del dormitorio marcaba las dos con diecisiete cuando Ana abrió los ojos de golpe.
El silencio era tan denso que podía escuchar su propia respiración. Algo, no sabía qué, la había despertado.
Se incorporó despacio. La tenue luz del poste de la calle se colaba por las cortinas.
“Tranquila”, se dijo. “No pasa nada.”
Pero el corazón le latía rápido. Se quedó escuchando, tratando de distinguir entre los ruidos normales del edificio y eso otro… ese leve crujido que parecía venir del pasillo.
Tomó el celular y miró la pantalla. Sin notificaciones.
Iba a dejarlo de nuevo sobre la mesita cuando oyó un golpe sordo, como si algo metálico hubiera caído en la cocina.
Ana contuvo la respiración.
—¿Clara? —susurró.
Nadie respondió.
Se levantó, buscó su bata y avanzó despacio hasta la puerta del cuarto.
El pasillo estaba oscuro, solo iluminado por la luz azul del router. Dio tres pasos, con cuidado de no hacer ruido, y en ese instante escuchó otro sonido: un leve chi