El aire parecía haberse vuelto más denso. Ana aún tenía la mano en la puerta del taxi cuando Martín la sujetó del brazo. Su mirada era una mezcla de furia y desconcierto, como si no pudiera creer lo que veía.
—Te estoy hablando, Ana —dijo con voz tensa, apretando un poco más su agarre—. ¿Qué haces aquí? ¿Con ese tipo?
Ella trató de soltarse con discreción, pero él no cedió. Sentía las miradas sobre ellos, la del taxista desde el espejo, y la de Leonardo a través del ventanal del restaurante, observando en silencio, como un depredador midiendo el momento justo para intervenir.
—Suéltame, Martín —pidió ella, con un tono firme pero contenido—. No tienes derecho a hablarme así, ni a tocarme.
—¿Derecho? —repitió él, con una risa amarga—. Sigo siendo tu esposo, ¿recuerdas? Aunque te empeñes en olvidarlo.
Ana cerró los ojos un segundo, conteniendo el temblor en las manos.
—Eso se acabó. No tenemos nada. Solo papeles pendientes.
Martín la observó unos segundos más, con una furia