El abuelo Durance sintió que el mundo se detenía. Dio un paso hacia atrás tambaleándose y llevó una mano temblorosa a su pecho, como si intentara calmar el estruendo que repentinamente azotaba su corazón.
Su respiración se volvió pesada, densa, como si algo invisible le oprimiera el pecho.
Sus ojos, cansados por los años y el peso de la vida, se movieron con desconfianza entre el joven desconocido y la mujer que alguna vez había considerado una aliada.
—¡Quiero pruebas! —rugió, con una furia que le hizo parecer más joven por un segundo, más fuerte, aunque por dentro se estuviera desmoronando.
El joven no dijo una palabra. Sacó un sobre con movimientos pausados, casi ceremoniales. Tenía la dirección de Aranza escrita con una caligrafía antigua, y el sello aún intacto. Al abrirlo, todo en la habitación pareció detenerse.
Dentro había una carta. Un papel que pesaba como plomo.
El abuelo Durance la tomó con manos trémulas, y leyó en silencio mientras su expresión cambiaba lentamente. Prime