—¡Hablen ahora! —exigió el abuelo con la voz firme, golpeando la mesa con la palma abierta.
El joven dio un paso al frente con una arrogancia, que contrastaba con el temblor visible en su madre.
Sus labios se curvaron en una sonrisa altiva mientras miraba al viejo Durance con descaro.
—Quiero un millón de euros —dijo sin rodeos, con una seguridad que parecía ensayada—. Y el secreto será suyo. Tenemos pruebas irrefutables de lo que venimos a revelar.
El anciano entrecerró los ojos. No le gustaba que lo amenazaran. No en su casa. No a su edad.
Sin embargo, algo en la voz del muchacho, en el temblor de María, en el peso de esas palabras... lo obligaron a escuchar.
Miró a la mujer que una vez trabajó en su mansión. Su rostro estaba pálido, su cuerpo ligeramente encorvado como si llevara una carga que la aplastara desde hace años.
Sus ojos evitaban los suyos. Temblaba. Parecía al borde de un colapso.
—¿Y tú, María? —preguntó con voz más baja, casi compasiva—. ¿Tú también estás de acuerdo co