Amaneció con un aire distinto. La primavera se deslizaba suavemente por los jardines de la mansión Thoberck, trayendo consigo el aroma dulce de las flores recién abiertas. El aire era cálido, pero no sofocante; las mariposas revoloteaban entre los rosales, y el canto de los pájaros parecía anunciar algo más que un nuevo día: el comienzo de una vida nueva.
Mientras la luz dorada del amanecer se colaba por la ventana del dormitorio principal, Emilia se removió inquieta entre las sábanas. Su respiración era irregular, sus dedos se aferraban con fuerza al borde del colchón. Las contracciones, que durante días habían sido esporádicas, ahora eran intensas, profundas, y ya no le daban tregua.
—Lucas... —susurró con voz temblorosa, moviéndolo suavemente.
—Mmm... ¿qué ocurre, amor? —respondió él somnoliento, hasta que vio su rostro contraído por el dolor. Entonces se incorporó de golpe, con el corazón acelerado—. Emilia... ¿ya es el momento?
Ella asintió con un gesto débil, apretando los labio