Habían pasado varias semanas desde el nacimiento de Fiorela Renata, y poco a poco la calma volvía a la casa Thoberck. Las flores del jardín parecían florecer con más fuerza, como si supieran que una nueva vida había llenado el hogar de amor.
Emilia se encontraba en la terraza, mirando cómo Ezequiel jugaba con burbujas que el viento se llevaba hacia los rosales. En sus brazos, la pequeña Fiorela dormía plácidamente, con su diminuto puño aferrado al dedo de su madre.
—¿Sabes, mi amor? —susurró Emilia, acariciando la frente de su hija—. Pensé que no iba a poder salir de la tristeza… pero tú y tu hermano son mi fuerza.
Lucas se acercó por detrás y la rodeó con los brazos, apoyando su mentón sobre el hombro de Emilia.
—Y también me tienes a mí —dijo con voz suave—. No estás sola, amor. Nunca lo estuviste.
Ella giró apenas el rostro y sus miradas se encontraron. Había en sus ojos una ternura nueva, una calma que antes no estaba. Lucas le sonrió, y con un beso lento y dulce selló ese moment