El día amaneció con una claridad que no alcanzaba a borrar la tensión que flotaba en la casa Thoberck. Desde la noche anterior, la familia había acordado extremar las precauciones: guardias adicionales, rutas alternas, y la niñera de siempre con vigilancia reforzada. Aun así, Emilia sentía una inquietud clavada en el pecho —esa clase de angustia que no se calma con medidas racionales—.
Decidió, sin embargo, no dejarse vencer por el miedo. El sol hacía brillar el cochecito de Ezequiel, y el mundo necesitaba normalidad para que la vida no fuera devorada por la sombra de Hugo. Salieron al parque cercano: la niñera empujaba el coche, Emilia caminaba despacio a su lado y, por detrás, discretamente, Maike seguía su rutina de vigilancia fingiendo atender un recado. Sofía, en contacto por radio, permanecía en la central con un equipo listo para moverse.
—Relájate —susurró Maike, acercándose cuando Emilia fingió atarse un cordón—. Estoy aquí.
Ella sonrió con delicadeza y apoyó la mano sobre el