La casa Thoberck parecía un castillo sitiado. Guardias privados vigilaban cada esquina, la policía mantenía un cordón invisible en las calles adyacentes, y aun así Emilia no lograba dormir. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver la camioneta negra, la mano intentando tocar el cochecito, la sonrisa falsa de aquel hombre.
Ezequiel dormía plácido en la cuna, ajeno a la tormenta. Lucas lo observaba desde el sillón, con el ceño fruncido y las manos entrelazadas, como si el solo gesto pudiera contener la rabia que lo devoraba. Emilia se acercó, posó una mano en su hombro y lo miró en silencio. Él levantó la vista y, por un instante, la dureza se derritió.
—Casi lo tocan, Emilia —susurró con la voz quebrada—. Nuestro hijo…
—Pero no lo lograron —respondió ella, acariciando su rostro—. Porque estabas tú, agentes, guardias privados y la policía esperando. Sofía llegó a tiempo.
Lucas la atrajo hacia sí y apoyó la frente en su vientre, como si buscara allí la paz. Emilia lo abrazó, sintiendo