La lluvia persistía, como si la tarde se negara a convertirse en noche.
Emilia se acurrucó en el sofá, todavía envuelta en la calidez que quedaba del abrazo de Lucas.
Él se sentó frente a ella, con los codos apoyados en las rodillas, la mirada fija en el ventanal empañado.
Por un largo momento, solo se escuchó el golpeteo del agua. Pero el silencio no era cómodo. Era un puente a lo que ninguno había querido decir.
—¿Recuerdas… el campamento? —preguntó Lucas finalmente, con voz baja.
El simple nombre del lugar le estremeció a Emilia.
—Todas las noches de mi vida —admitió—. Sobre todo aquella bajo las estrellas.
Él asintió despacio. —La noche de la promesa. Dijimos que, si seguíamos solteros, nos encontraríamos cuando cumplieras veintitrés.
Su boca se curvó en una sonrisa tenue, casi amarga. —Y lo hicimos. Pero no de la manera que imaginé.
Emilia bajó la vista a sus manos entrelazadas. El recuerdo del niño de once años que le regaló un trozo de cielo en palabras le parecía ahora tan