Capítulo 2: La oferta peligrosa

El pasillo estaba en silencio, como si el mundo entero contuviera la respiración junto a mí. Adrián se quedó ahí, inmóvil, con la puerta abierta entre nosotros como un portal a un abismo del que no podía ni quería escapar.

Su mirada era intensa, oscura, y algo en su expresión me decía que él también estaba luchando. Que ese deseo que sentía no era solo mío. Lo podía ver en la forma en que sus ojos viajaban por mi cuerpo, deteniéndose en mis labios, bajando hasta mis pechos que se alzaban con cada respiración.

—¿Qué… qué haces aquí? —pregunté en un susurro, la voz temblorosa.

—Tenía que verte —respondió con calma, pero su voz era un ronroneo oscuro que me acariciaba la piel—. No podía esperar más.

Un escalofrío me recorrió. No entendía cómo había llegado hasta aquí, cómo había burlado a todos los que custodiaban la casa. Pero tampoco me importaba. Todo lo que importaba era que estaba frente a mí, tan cerca que podía oler el cuero de su chaqueta y el aroma masculino que parecía envolverlo como una segunda piel.

—Mi hermano… —empecé, pero él dio un paso más, y las palabras murieron en mis labios.

—No me importa tu hermano esta noche —dijo, y su mano se levantó para apartar un mechón de cabello que caía sobre mi mejilla—. Esta noche solo existes tú.

El toque de sus dedos fue como una descarga eléctrica que me recorrió todo el cuerpo. Mi corazón latía tan rápido que pensé que iba a desmayarme. Pero no podía apartarme. No quería.

—No deberías estar aquí —dije, aunque no había fuerza en mi voz. Solo deseo.

—Lo sé —murmuró, con una sonrisa ladeada que era puro peligro—. Pero hay cosas que no se pueden evitar.

Sus palabras me envolvieron como un susurro prohibido, y antes de que pudiera pensar en lo que estaba haciendo, me acerqué más. Mi respiración chocó con la suya, caliente y cargada de algo primitivo. Podía sentir el calor de su cuerpo, la tensión en sus músculos. Y sabía que estaba jugando con fuego.

—¿Qué quieres de mí? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.

Él no dijo nada. Solo me miró con esos ojos que parecían devorarme, y entonces su mano descendió por mi cuello, rozando mi clavícula, bajando lentamente hasta el borde de mi camisón. Mi piel ardía bajo su toque, y un gemido bajo escapó de mis labios.

—Todo —dijo al fin, con la voz grave y ronca—. Lo quiero todo de ti, Lucía.

Mi cuerpo tembló. Sabía que debía detenerlo, que debía cerrar la puerta y encerrarme en mi habitación para no caer en la locura que él representaba. Pero mis manos no se movían. Mi voluntad se había rendido.

Su otra mano se posó en mi cintura, tirándome suavemente hacia él. El contacto de su cuerpo firme contra el mío me hizo jadear. Nunca había estado tan cerca de alguien, nunca había sentido mi piel tan viva.

—¿Tienes idea de lo que haces conmigo? —susurró contra mi oído, su aliento cálido enviando oleadas de placer por mi cuerpo—. Eres un fuego que no puedo apagar.

Mis dedos se enredaron en su chaqueta casi sin darme cuenta. Su cercanía, el roce de su aliento, el calor de su cuerpo… todo me hacía olvidar el mundo. Olvidar a Alejandro. Olvidar que Adrián era el enemigo.

—No sé… no sé si esto está bien —musité, aunque la verdad era que ya no me importaba.

—No lo está —respondió con una sonrisa que era puro pecado—. Pero a veces lo que más queremos es lo que más nos destruye.

Y entonces, como si las palabras fueran la llave final, sus labios se posaron sobre los míos. El beso no fue suave ni tímido. Fue un asalto, un reclamo que me dejó sin aliento. Su lengua se abrió paso, saboreando, explorando, arrancando gemidos que nunca supe que podía hacer.

Me sostuvo contra su cuerpo, sus manos firmes en mi cintura mientras sus labios me devoraban. El mundo desapareció. Todo lo que existía era él, y el fuego que encendía en mí.

Cuando se apartó, sus ojos brillaban con un deseo salvaje. Me acarició la mejilla, como si quisiera memorizar cada línea de mi rostro.

—Esto es solo el principio, Lucía —dijo, y su voz era una promesa peligrosa—. La próxima vez, no habrá nada que me detenga.

Y antes de que pudiera responder, antes de que pudiera siquiera procesar lo que acababa de pasar, él desapareció en la oscuridad, dejándome temblando, con el corazón desbocado y el cuerpo clamando por más.

Sabía que estaba jugando con fuego. Sabía que si seguía adelante, todo podría arder. Pero ya era demasiado tarde para detenerlo. Porque, aunque mi mente gritaba que debía huir, mi corazón ya le pertenecía.

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