El beso terminó con un suspiro compartido. Mis labios ardían, mi corazón latía como un tambor en mi pecho, y mis manos aún estaban enredadas en su cabello oscuro. Pero antes de que pudiera encontrar las palabras para lo que sentía, un ruido seco rompió el hechizo.
Un chasquido, apenas perceptible, como el crujido de una rama. Mi cuerpo se tensó, y Adrián lo notó de inmediato. Sus ojos se oscurecieron, y su mandíbula se endureció.
—¿Qué fue eso? —pregunté, mi voz temblando mientras miraba hacia los arbustos cercanos.
—Nada —dijo rápido, pero sus manos se deslizaron hasta mi cintura, con una fuerza protectora que me hizo temblar. Su voz era tranquila, pero sus ojos escudriñaban las sombras—. Probablemente un animal.
Pero en su mirada había algo más. Algo que me hizo comprender que no era solo un juego para él. Había un peligro real acechando entre las sombras.
—Adrián… —intenté apartarme, pero su agarre se mantuvo firme.
—No te preocupes, Lucía —susurró con una ternura que me desarmó—.