El amanecer llegó con la suavidad de un suspiro, tiñendo las paredes de mi habitación con un tono dorado y cálido. Pero mi cuerpo seguía temblando, la sensación de sus labios en los míos todavía ardía como una marca invisible. Me tumbé en la cama, abrazando la almohada contra mi pecho, mientras el recuerdo de Adrián me quemaba desde dentro.
Cada vez que cerraba los ojos, lo veía. Sus manos fuertes sujetándome, su voz ronca susurrando promesas que no debía escuchar. Me pregunté si había sido solo un sueño, un espejismo creado por mi deseo. Pero no… mis labios hinchados, el calor entre mis piernas, todo me recordaba que había sido real. Peligrosamente real.
Me incorporé, lanzando una mirada nerviosa a la puerta cerrada. Mi hermano dormía en la habitación contigua. Si llegaba a enterarse de lo que había pasado… no quería ni imaginarlo. Alejandro era fuego puro, protector hasta el extremo, y para él, Adrián era un monstruo. Nunca entendería lo que yo sentía, ni el fuego que había despertado en mí.
Me vestí con rapidez, un simple vestido de verano que dejaba mis hombros desnudos y mi espalda apenas cubierta. Cuando me miré en el espejo, mis mejillas todavía estaban sonrojadas. Era como si el toque de Adrián se hubiera grabado en mi piel. Me llevé la mano al cuello, recordando cómo sus dedos me habían acariciado allí. Casi pude sentirlo de nuevo, y un escalofrío de placer me recorrió la columna.
—Tienes que olvidarlo —me dije en voz baja—. Es peligroso. Él es peligroso.
Pero las palabras sonaban huecas. Porque mi cuerpo, mi corazón, ya no me pertenecían. Había algo en él que me arrastraba, como una corriente imposible de resistir.
Bajé a la cocina, donde el aroma a café recién hecho llenaba el aire. Alejandro estaba allí, su ceño fruncido mientras revisaba papeles sobre la mesa. Su expresión endurecida me hizo recordar por qué debía tener miedo. Si llegaba a descubrir lo que había pasado anoche…
—Buenos días —dije, intentando sonar tranquila.
Él levantó la vista, sus ojos oscuros posándose en mí con un brillo protector que me hizo sentir culpable.
—¿Dormiste bien? —preguntó, y su voz tenía ese tono de hermano mayor que siempre me había hecho sentir segura.
—Sí… —mentí, evitando su mirada—. ¿Y tú?
—No puedo dormir tranquilo mientras ese maldito Adrián siga respirando —masculló, con el odio evidente en cada palabra.
Me estremecí. Era como si cada palabra de Alejandro fuera una daga en mi pecho. Porque aunque yo sabía que Adrián era el enemigo, lo que sentía por él no era odio. Era deseo. Era peligro. Era todo lo que no debía querer.
—Lucía —dijo mi hermano, acercándose y poniendo una mano firme en mi hombro—. No quiero que te acerques a él. ¿Me entiendes? Promételo.
—Lo prometo —susurré, aunque las palabras me supieron a mentira.
Alejandro asintió y me besó la frente antes de volver a sus planes. Pero por dentro, yo ya estaba en guerra conmigo misma.
Salí de la casa, buscando aire, buscando algo que me ayudara a calmar el latido frenético de mi corazón. Caminé hasta el viejo jardín detrás de la fábrica, un lugar donde nadie solía ir. Allí, entre las flores silvestres y los muros cubiertos de hiedra, me permití cerrar los ojos y dejar que los recuerdos me envolvieran.
Recordé sus manos, fuertes y seguras, deslizándose por mi cintura como si me reclamaran. Recordé su boca, ardiente, dejándome sin aliento. Y un estremecimiento me recorrió al pensar en cómo me había mirado, como si yo fuera la única mujer en el mundo.
—Lucía… —oí su voz de nuevo, aunque sabía que era solo mi mente jugándome una mala pasada—. Te lo advertí, y ahora no podrás huir.
Abrí los ojos y lo vi. De pie, entre las sombras del jardín, como si mi deseo lo hubiera llamado. Adrián. Su mirada era intensa, y su sonrisa… esa sonrisa peligrosa que me derretía.
—¿Me extrañaste? —preguntó, y su voz era un suave veneno.
Mi respiración se cortó. Sabía que debía huir. Sabía que esto podía destruirlo todo. Pero cuando dio un paso hacia mí, sentí mi cuerpo inclinarse hacia él, como una flor buscando el sol.
—No deberías estar aquí —susurré, pero no hice nada por detenerlo.
—Y sin embargo, aquí estoy —murmuró, sus dedos rozando mi mejilla con una ternura que me partía en dos—. No puedo mantenerme alejado de ti, Lucía. Y sé que tú tampoco puedes.
Mi cuerpo tembló bajo su toque, y la verdad brilló en mis ojos. No. No podía. No quería. Porque aunque él era el enemigo, ya era demasiado tarde.
Su sonrisa se ensanchó, oscura y hambrienta, y su mano descendió por mi brazo, dejándome sin aliento. En ese momento, supe que no había vuelta atrás. Porque aunque todo lo demás se desmoronara, yo solo quería sentirlo a él.
Aunque me costara el alma.