Prohibido amarte: El enemigo de mi hermano
Prohibido amarte: El enemigo de mi hermano
Por: Nay JC
Capítulo 1: La chispa prohibida

El calor del verano colmaba el aire con un aroma dulce y pegajoso, mientras yo me asomaba por la ventana del segundo piso. Desde ahí, podía ver el corazón de nuestro pequeño mundo: la vieja fábrica abandonada donde mi hermano Alejandro y su gente planeaban su próximo movimiento. Siempre era así, siempre en guerra con ese hombre al que él odiaba con cada fibra de su ser: Adrián.

No lo había visto en persona, no hasta hoy. Siempre lo imaginé como un monstruo. Mi hermano hablaba de él con furia, describiéndolo como un demonio, un enemigo mortal que debía ser destruido. Pero cuando apareció frente a la fábrica, mi corazón me traicionó.

Era alto, con una presencia que me cortó la respiración. Sus hombros anchos y su cuerpo marcado por la fuerza hablaban de un hombre que no temía a nada. Su cabello oscuro, ligeramente revuelto, caía sobre la frente, enmarcando un rostro de facciones duras y una mandíbula firme. Pero lo que más me atrapó fueron sus ojos. Oscuros y profundos, como si pudieran ver más allá de lo que yo misma me atrevía a mostrar.

A su alrededor, los hombres de Alejandro se tensaron. El ambiente estaba cargado de tensión, de odio contenido, como si una chispa pudiera encender un incendio en cualquier momento. Pero Adrián parecía inmune a todo eso. Se movía con la calma de un depredador, seguro de su poder y de su propia oscuridad.

—¡Lucía! —la voz de Alejandro me sacó de mi trance. Su tono era duro, protector, casi desesperado—. Aléjate de la ventana.

—¿Quién es él? —pregunté, aunque en lo más profundo ya lo sabía. Mi voz salió apenas un susurro.

—Ese es Adrián —dijo, casi escupiendo el nombre como si quemara sus labios—. Y si alguna vez se te ocurre siquiera mirarlo de nuevo, lo lamentarás.

La amenaza en su voz me heló la sangre, pero también encendió algo en mí. Algo que no entendía… algo que no quería entender. Era un fuego en mi pecho, un deseo prohibido que no tenía nombre.

Afuera, Adrián levantó la vista. Por un instante, nuestros ojos se encontraron, y el mundo pareció detenerse. El ruido de los hombres discutiendo, el rumor lejano de los coches, incluso mi propia respiración… todo desapareció. Solo existíamos él y yo.

En sus ojos vi algo que me estremeció. Fuego. Un fuego que me llamaba, que me prometía algo peligroso y hermoso al mismo tiempo. Una promesa que no debía escuchar. Una promesa que quería escuchar.

—¡Lucía! —repitió Alejandro, esta vez con un tono de advertencia que no dejaba lugar a dudas.

Me aparté de la ventana, el corazón golpeando en mi pecho como un tambor. Traté de ignorar el calor que subía por mi cuello y la humedad que sentía entre mis piernas, pero era inútil. Nunca antes había sentido algo así. No por nadie. Y mucho menos por el enemigo de mi hermano.

La noche cayó rápido, cubriendo la ciudad con un manto oscuro y pesado. Podía escuchar la voz de Alejandro hablando con sus hombres, dando órdenes, planeando venganza. Pero mi mente estaba en otra parte. Cada vez que cerraba los ojos, veía los de Adrián. Sentía su mirada recorriéndome, como un toque invisible sobre mi piel.

Me senté en mi cama, abrazando mis rodillas. Sabía que estaba loca, que lo que sentía no era normal. ¿Cómo podía desear a alguien que había jurado destruir a mi hermano? ¿Cómo podía anhelar sus labios, sus manos, su cuerpo?

—No puedes, Lucía —me susurré a mí misma, como un mantra. Pero las palabras no tenían fuerza. Porque en el fondo, ya lo sabía. Ya me había rendido.

El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando lo escuché. Un suave golpe en la puerta de mi habitación. Me sobresalté, el corazón acelerado. No esperaba a nadie. No debería haber nadie.

—Lucía… —dijo una voz profunda, cargada de peligro y promesas. Era Adrián.

Me quedé helada. ¿Cómo había llegado hasta mi cuarto? ¿Cómo había burlado a Alejandro y a todos sus hombres? No importaba. Lo único que importaba era que estaba aquí. Que lo tenía tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo a través de la puerta.

—No abras —me dije. Pero mis pies se movieron por su cuenta, acercándose al picaporte con una mezcla de miedo y deseo.

Cuando abrí la puerta, lo encontré de pie, mirándome con esos ojos que ya no podía sacar de mi mente. Mi respiración se detuvo. Supe, en ese momento, que nada volvería a ser igual. Que aunque intentara luchar, ya era demasiado tarde.

El enemigo de mi hermano estaba frente a mí. Y yo no podía apartar la vista.

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