Leiah respiró hondo frente al espejo.
Su reflejo temblaba, no por el frío, sino por la mezcla abrumadora de nervios, deseo y ese rastro de tristeza que intentaba dejar en el umbral de aquel nuevo año.
El vestido negro que eligió se ceñía como una segunda piel. De espalda descubierta y con una abertura lateral que dejaba ver apenas la curva de su muslo derecho. No llevaba más joyas que unos pendientes sencillos y una pulsera heredada de su abuela. Su perfume —una mezcla cálida de vainilla, jazmín y ámbar— flotaba en el aire como un secreto que sólo él sabría descifrar.
Se quedó quieta frente a la puerta del apartamento de Darren, con el corazón martillando en el pecho. Sostenía una pequeña botella de vino, más como excusa que como regalo.
Había pasado una semana atrapada en el infierno disfrazado de familia, y ahora, frente a esa puerta, por fin respiraba.
Y cuando Darren abrió, su presencia la desarmó.
Vestía un conjunto oscuro elegante, con la camisa negra desabotonada hasta la mitad