La tarde caía con un resplandor dorado sobre la villa privada en la campiña francesa.
A lo lejos, los viñedos se mecían suavemente con el viento de primavera, y los rosales trepaban por los muros de piedra como si la naturaleza entera hubiera decidido bendecir ese día.
El aire olía a lavanda y champaña.
Leiah, vestida con un vestido marfil de encaje fino y espalda descubierta, avanzaba por el jardín entre los destellos de las luces suspendidas en los árboles.
Su sonrisa era leve, casi incrédula, como si no terminara de aceptar que, después de todo lo vivido, por fin llegaba ese instante.
Darren la esperaba bajo un arco cubierto de flores blancas.
Su traje negro contrastaba con el entorno, pero sus ojos, encendidos de emoción, parecían el punto más luminoso de todo el paisaje.
Los invitados —pocos, íntimos— contenían el aliento.
Eva y Johan, juntos otra vez, se miraban con complicidad desde la primera fila. Katherine, con su hijo de la mano, sonreía con sinceridad. Había aprendido a de