Mary se sentía completamente sola, a pesar de la compañía ocasional de Rafaela. No estaba acostumbrada a tantos lujos ni a que todos estuvieran tan pendientes de ella. La servidumbre la trataba como a una reina, y eso, lejos de halagarla, la incomodaba.
Esa mañana se despertó con el deseo de hacer algo diferente. Le sirvieron un delicioso desayuno en el amplio comedor de diez puestos; todo le parecía inmenso ahora. Rafaela, siempre tan ocupada, apenas se dejaba ver por la casa.
Después de una larga ducha caliente, Mary decidió volver a una de sus pasiones de la infancia: montar a caballo. Un empleado preparó uno, ensillado y listo. Se puso un jean ajustado, botas de montar y una camisa a rayas. Al mirarse al espejo, sonrió, satisfecha con lo que veía.
—Puedo con esto —se dijo, animada.
Montó con destreza y salió de la hacienda rumbo al río. Quería disfrutar del paisaje, del viento fresco y del murmullo del agua. Al llegar, se bajó del caballo, se sentó sobre una roca cerca de la orill