De la noche a la mañana, la vida de Isabel había dado un giro sorprendente. De ser la reina del hogar, donde todo lo tenía y sus deseos se convertían en realidad, ahora estaba con lo poco que pudo empacar en una pequeña maleta. Dependía completamente de personas que, aunque buenas, seguían siendo extrañas para ella.
Nunca antes había lavado un plato, ni tomado una escoba para barrer, mucho menos para limpiar. Y ahora se encontraba realizando labores domésticas. Sin embargo, no le molestaba. Lo hacía con gusto, como una forma de agradecer a quienes le habían brindado refugio.
Una tarde, después de clases, su teléfono sonó. Miró la pantalla y vio un número desconocido. Dudó por un momento, pero finalmente decidió contestar.
—¿Hola?
—¿Hija? ¿Eres tú?
—¿Mamá? ¿Dónde estás? ¿Por qué...?
—Hija, escucha con atención. Tengo poco tiempo. Quiero que salgas de la casa, hazlo cuanto antes. No confíes en John. Dile a Juliana que te saque de ahí. Yo estoy bien, no te preocupes. Pronto nos veremos.