SIENNA
Por supuesto que pasar una noche encerrada en una jaula y dormir en el piso no estaba en mi lista de deseos por cumplir este año. De hecho, nada de lo que me ha ocurrido hasta ahora estaba en esa lista.
Aún no puedo contener el temblor en mis extremidades. Lo he intentado cientos de veces durante la noche, y no sé si es por el aterrador frío que hace en este lugar o por el miedo de que ese hombre vuelva a intentar matarme.
Volteo mi cabeza en dirección a la daga clavada aún en la pared. No soy tan tonta como para moverla. Seguro Massimo se daría cuenta, y no quisiera arriesgarme a que cumpla su cometido. He visto su puntería y no podría contra ella.
De repente, la puerta se abre y con ella el ruido del exterior entra inundando el espacio. Entonces, mi mente se esclarece con algo aterrador. Sí hay tanto escándalo afuera de esta habitación y yo no podía escucharlo, eso solo significa una cosa… Esta oficina está insonorizada. Nadie podrá escucharme, nadie oirá mis gritos ni mis súplicas.
Mientras vago en rincones oscuros de diferentes posibilidades, un hombre delgado entra con una bandeja en mano. Al principio no hace contacto visual conmigo, pero me da la suficiente confianza como para no tener que retroceder.
Cabizbajo, deja la bandeja de plata en el suelo y se arrodilla frente a mí.
—Dame tu mano — suena más a una petición que a una orden, aunque no sea así. El hombre de piel bronceada saca de su bolsillo unas esposas, algo que inmediatamente me pone alerta.
—¿Qué?
—Es solo como medida de seguridad. Abriré la puerta para pasarte la comida, pero no puedo hacerlo si antes no me aseguro de que no escaparás — dice con una voz que me produce calma. Lo veo en sus ojos lastimeros, no quiere hacerme esto, pero debe.
No soy nadie para negar comida, y mas si no sé cuánto duraré aquí… O si saldré…
Asiento mientras le paso mi mano a través de los barrotes, el metal se cierra alrededor de mi muñeca mientras el otro lado se ajusta al hierro. Entonces, abre la puerta de la celda con una llave de forma peculiar. Intento memorizarla, pero se me hace imposible.
Desliza la bandeja a mis pies y luego sale sin volver a cerrar.
—Come.
No necesita decírmelo dos veces cuando mi mano ya esta agarrando un trozo de pan. Entonces, mientras recupero fuerzas y trago como si fuera un perro, mi mente se abre. Es mi oportunidad para traer a colación el tema y de seguro este hombre puede ayudarme.
—¿Quién es el hombre que estaba ayer aquí? — pregunto con la boca llena, sin atreverme a mirarlo, como si fuera una cuestión casual.
—Massimo Leone. El jefe. Deberías callarte y comer, no tienes mucho tiempo.
—¿Tiempo para qué? — Enarco una ceja, confundida.
—No puedo decirte — zanja.
La angustia que se había disipado mientras mi boca se llenaba de comida, vuelve a aparecer de inmediato. Parpadeo varias veces, intentando desvanecer el mareo que me da de repente.
—¿Qué? — jadeo, incapaz de respirar con normalidad.
—Solo te recomiendo que no trates de resistirte. No querrás saber lo que les pasa a los que lo hacen. —Parece que su mente viaja a algún tipo de recuerdo doloroso, porque su mirada se oscurece y se pierde en el horizonte de los ventanales.
El hombre levanta la bandeja con mis restos de comida y luego cierra desde afuera la jaula, para luego soltar las esposas y empezar a caminar hacia la puerta.
—Espera —lo detengo—. ¿Cómo te llamas?
Me pongo de pie con rapidez, inclinándome sobre los barrotes. Entonces, sus ojos color miel se posan sobre los míos y lo que veo en ellos me deja sin aliento: Desesperanza.
Parece que sopesa mis palabras por unos segundos.
—Adriano.
No puedo dejarlo ir. No sin antes pedirle ayuda.
—Un gusto, Adriano. Yo soy Sienna.
No responde.
—¿Puedes por favor sacarme de aquí? Ayúdame. Sabes que esto no terminará bien para mí. Me esperan en casa, Adriano — se me rompe la voz con la última frase. Pero aún así, estoy cargada de esperanza. Él parece ser un buen hombre, alguien que por lo menos tiene corazón.
Para mi sorpresa, Adriano baja la cabeza y solo se limita a salir de la oficina.
—¡Carajo! — grito con frustración. Golpeo los barrotes con toda mi fuerza y suelto un alarido aterrador. Mis pies descalzos estampan con fuerza el suelo amaderado. No puedo creer que no me haya ayudado—. ¡Maldita sea!
Me llevo las manos a mi cabeza, con ganas de arrancarme el cabello con desesperación.
—¿Siempre eres así de escandalosa? — pregunta una voz molesta a mi espalda.
Giro como un latigazo, mis ojos escuecen de rabia, solo para encontrarme con la expresión de piedra de Massimo; quién está sentado a medias sobre su escritorio.
—Solo cuando ponen a prueba mi paciencia — respondo, sin molestarme en ocultar mi enojo.
¿En qué momento llegó?
—Interesante. ¿Te gusta hacer escenitas o solo cuando sabes que nadie va a venir a salvarte?
Disfruta de mi sufrimiento, de mi desgracia, de mi encierro. No quiero darle el gusto de regodearse sobre mi tumba. Una que seguro está preparando afuera.
—No necesito que nadie me salve. Solo quiero salir de aquí.
¿Cómo? Aún no lo sé, pero espero averiguarlo pronto. Sí demuestro mi miedo se aprovechará de él.
Massimo Leone suelta una carcajada sin humor.
—No puedes querer lo que no es una opción.
Se pone en pie y camina hacia la enorme jaula con una calma inquietante. El solo hecho de que tenga una en su oficina es lo suficientemente aterrador como para temerle. ¿Quién diablos este tipo y porqué cada vez que se me acerca me tiemblan las piernas?
En sus pasos se evidencia que no tiene prisa. Su sola presencia hace que el aire se sienta más pesado.
—Se suponía que ayer debía casarme —comenta—. ¿Sabes lo que eso significa?
Me percato en que tiene el mismo traje de ayer. Las manchas de sangre han desaparecido, como si nunca hubieran estado ahí. Sí no fuera por el lugar en el que me encuentro ahora, no sería de extrañar que piense que todo fue producto de mi imaginación.
Para mi desgracia no es así. Esto es muy real. Aunque desearía que no lo fuera.
Me limito a morder el interior de mi mejilla, evitando hablar de más. En cambio, Massimo inclina la cabeza, encantado con mi incomodidad.
—Significa que arruinaste mi boda. Arruinaste algo que llevaba años planeando —su voz es extrañamente suave, pero destila peligro en cada palabra.
Con la garganta seca, intento contradecirlo.
—Yo…
—No me interesa lo que tienes que decir — me interrumpe, inclinándose sobre el hierro—. No me importa si lo hiciste por estupidez o porque alguien te mandó. Lo único que me importa es que ahora tienes que pagar por ello. Porque no sabes con quién te metiste, Sienna Bellini.
Mi nombre en su boca me produce un temblor más evidente en mis extremidades. Por lo tanto, Massimo se deleita al verme desmoronarme.
—Aunque debo admitir que las cosas parecen acomodarse a mi favor — dice con una sonrisa perversa.
Frunzo el ceño, alerta.
—¿Qué… qué quieres decir? — tartamudeo.
Massimo me dedica una mirada de arriba abajo, deteniéndose en el vestido blanco sucio y arrugado que aún llevo puesto.
—Qué suerte la tuya, cara mía —pronuncia como una burla cruel—. También estás vestida de blanco.
Siento un escalofrío recorrer mi espalda. Él no puede estar sugiriendo lo que creo… ¿o sí?
—No. No, ni lo pienses — jadeo, sacudiendo la cabeza.
Eso sería lo último que haría, ¿pero en verdad prefiero morir, antes que obedecer? La respuesta llega sola a mi cabeza: Si.
El hombre imponente se endereza, sacando un cigarro y encendiéndolo con calma, disfrutando de mi desesperación.
—No tengo que pensarlo, Sienna. Ya está decidido — dictamina.
Da una calada y exhala el humo antes de soltar la sentencia que me condenará, con una sonrisa afilada emite las palabras a las que más le temo:
—Te casarás conmigo.