En la cara clandestina de La Belle Époque parisina, el peligro se esconde, acechando a las jóvenes que intentan hacerse un lugar en el mundo de los adultos. Damián lo sabe mejor que nadie. Cuando conoce a Alba, algo se despierta dentro de él. Un capricho o una obsesión que lo lleva a querer protegerla con su vida... Hasta de la propia viuda de su padre, Madame Lamere. ¿Qué secretos esconde Damián? ¿Se llevará a cabo el plan de Madame Lamere o Alba estará a salvo?
Leer másEn un deprimente y gris día otoñal, Alba, se encontraba mirando la vieja puerta de roble con remaches y ornamenta de oro de una casona de corte imperial. Hacía frío en aquella mañana, motivo más que suficiente para que la joven se decidiera a entrar. Aun así, no lo hacía.
«¡Vamos! Solo golpea esa puerta y pide que te lleven ante Madame Lamere para darle esa nota. No es tan difícil, Alba.» Se alentó, sintiendo su corazón aletear con demasiada fuerza en su pecho. Inspiró hondo y se obligó a subir las escaleras del zaguán que la acercaban a la gran puerta de roble con ornamentas de oro. Adentro, en aquella vieja casona, ubicada en la esquina de una diagonal céntrica de la gran ciudad, a la que ella se dirigía con su modesta carta de recomendación, parecía bullir de gente que iba y venía azarosa. La joven apretó, indecisa, contra su pequeño pecho la carta que llevaba en su mano. Tenía miedo, a decir verdad, tenía mucho miedo de lo que fuera a ocurrir allí adentro. Pero, no nos apresuremos a juzgarla por cobarde. Primero, conozcamos un poco lo que la llevó a aquel lugar: Para empezar, hacía tan solo dos meses que ella había llegado a la mayoría de edad, al cumplir sus dieciocho años de vida. Nada importante, a decir verdad. Pero, lo cierto era que, había algo más profundo en eso. Ella era una simple y humilde huérfana a cargo de las hermanas de la caridad. De modo que, hacía tan solo un mes que las monjas del convento donde ella había crecido, le informaron que ya no podían tenerla entre ellas. Pues nadie pagaba por su estadía y la obligación de ellas solo había sido cuidarla hasta que fuera mayor. Claro está, que había una pequeña excepción a esa regla: Que ella se decidiera a vestir los hábitos de novicia y formar parte de la familia religiosa. Cosa que Alba se negó en retundo. Por eso, con esa breve explicación como argumento, las hermanas no tuvieron otra opción para solucionar el asunto que mandar a la pobre Alba a la capital con aquella carta de recomendación. De esta forma, ella podría la vida como empleada doméstica en la Vieja Casona de Madame Lamere. De modo que ese era el motivo por el cual se encontraba allí. Sintiendo ese miedo espantoso a lo que pudiera ocurrirle después de cruzar la puerta. Sí es que siquiera la cruzaba. Puesto que, Alba, sabía muy bien que, cabía la posibilidad de que la Madame la rechazase o que ni siquiera la recibiese. Si ese llegaba a ser el caso… ¿A dónde podría ir ella en aquella enorme ciudad desconocida? Con esa simple y trágica pregunta se podía resumir todo su verdadero pesar. «Si no me dejan estar aquí, no tendré donde ir… Oh, bueno, sí… si me vuelvo monja.» Tuvo que reconocer mientras sentía como un incómodo nudo de angustia crecía en su garganta. Por mucho que lo necesitase, para ella eso no era opción. A decir verdad, para nada quería aquella vida dedicada al servicio y la austera negación. Además ¿Cómo podría, aunque sea, llegar a ser una novicia, si ni siquiera sabía escribir su nombre? No, esa vida devota no sería para ella. A fin de cuentas, solo sabía de cocinar, lavar y zurcir ropa. Así pues, sería mejor que se envalentonara un poco y llamara a esa estúpida puerta de una vez por todas. Cerró con fuerza los ojos e inspiró el aire matutino. Ser consiente de la inmensidad del mundo que la rodeaba, la hacía tener mucho más miedo de lo que llegase a ocurrir tras cruzar el zaguán. Jamás, desde que tenía memoria, había salido del convento. No conocía más mundo que el que se le presentaba todos los domingos en las cuatro inmensas paredes de la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. «¡So, idiota, Alba! ¡Solo hazlo y ya!» Se amonestó perdiendo la paciencia consigo misma. Necesitaba con todas sus fuerzas convencerse de que no tenía porqué tener miedo a llevar la dichosa carta ante esa tal “Madame”. Sí a fin de cuentas, Sor María Isabel misma le había asegurado que allí nada le pasaría. También, Sor Juana se había desasido en halagos hacía esa noble señora, que tan caritativa era con las huérfanas del convento como ella. Además, Sor Ester, quien jamás se había apartado de su lado y había sido una madre para ella, con su eterna y dulce sonrisa la había tranquilizado al afirmar que Madame Lamere era una bondadosa mujer que jamás se permitiría dejar a una joven señorita indefensa en las calles de la inmensa ciudad capital del país. Por si fuera poco, el Padre Arthur Lewins en persona la había bendecido el día antes de su partida. Y por si fuera poco todavía, hasta le había entregado un escapulario de la bendita virgen patrona de la iglesia. Si ellas se lo habían asegurado, resultaba más que evidente que era verdad. Además, contaba con la mismísima protección del Señor mediante aquel amuleto que llevaba colgando del cuello. Por eso mismo, ella no debía tener miedo alguno de lo que pudiera llegar a ocurrir tras esa puerta. O al menos a esa conclusión logró llegar. Volvió a abrir los ojos, esta vez, con determinación. Se ordenó a sí misma que se dejase de idioteces y llamase a la puerta de una buena vez. Ya venía siendo hora de que madurara. Al fin y al cabo, ella era una señorita lo suficientemente mayor como para estar teniendo miedo de ir a pedir un empleo. —¡Oye niña! Si no piensas llamar a la puerta de una buena vez, haz el favor de no estorbar y correrte del camino ¿Quieres?— apremió con malos modos un señor apestoso de vino rancio y sudor que la observaba con evidente mal humor.Al verlo allí, de pie ante la entrada, Alba no pudo evitar sentir como la culpabilidad la volvía a invadir. Pero, si él era consciente de todos sus temores, no daba muestras de notarlo. Al contrario, al pasar por su lado tuvo el descaro suficiente de echarle una mirada que bien podía significar un “después hablamos “. Quizás, no estaba enojado con ella, pero ella estaba segura que sí y esa actitud no hizo otra cosa que machacar todos sus propios reproches. «Oh, solo espero que Martha no se dé cuenta de nada… o que sea lo suficientemente sensata como para no decir nada…»Pensó mientras se sobresaltaba al sentir como él le había rosado el brazo como por casualidad, al pasar. Estaba segura que, ese día, más que los anteriores, le costaba hacer como si nada pasaba. Por el rabillo del ojo miró suplicante a Martha, como rogándole porque no dijera nada de lo que ella pudiera notar. —Ah, tienes razón, corazón… espero que este trabajo te sea más leve que esas cartas…— intervino Martha mir
Las gachas se cocían a fuego lento en el gran fogón de la cocina. Pero, por mucho que las revolviera con el cucharón, la avena simplemente parecía no querer tener buen aspecto, ni tomar el buen sabor de los ingredientes. «¡Dios mío!¿Por qué?¿Por qué tengo que actuar siempre como una idiota?¡¿Por qué?!» Se quejó Alba con frustración. Hablaba del desayuno, pero su mente no se encontraba allí. En realidad, su mente seguía en el altillo y en la forma en la que se había comportado. No entendía porqué seguía echándose hacia atrás, pese a querer lir hacia adelante. Tampoco comprendía porqué reaccionaba con miedo al rechazo, si a fin de cuentas, Damián no se mostraba jamás ofendido por sus indecisiones. Al contrario, él solo le demostraba tenerle paciencia. Además que ya se lo había dejado en claro: «él no me está ayudando para conseguir favores de mi parte… Él me ayuda porque quiere y, si yo deseo algo más… pues queda en mí decidirlo. Él seguirá a mi lado hasta verme a salvo…» Se
Todavía era de madrugada cuando el despertador comenzó a sonar. Alba se encontraba acurrucada entre los brazos de Damián. Frunció el entrecejo y buscó a tientas el reloj para apagarlo. Se levantó con pereza de la cama, sintiendo el frío viento matinal que se colaba por los huecos mal tapados del altillo. Miró a su lado, solo para corroborar que él todavía siguiera dormido. Por suerte, lo estaba.Sonrió risueña al recordar lo ocurrido en la noche anterior. Aquella noche se había escabullido a la boardilla para llevarle la cena y comer con el. Como ya era su costumbre desde hacía un poco más de dos semanas. Pero, en aquella ocasión, se había quedado dormida entre sus brazos. No, no habían hecho nada más que besarse y hablar de cualquier cosa sin importancia. Sin embargo, el solo hecho de haberse quedado dormida allí, ya le parecía algo completamente nuevo. Buscó a tientas la ropa de abrigo que había dejado a un costado de la cama. Se la puso sin dejar de pensar en cuánto había cambi
—De modo que dices que se lo ha visto desesperado ¿No es así, hija mía?— inquirió Asmodeus mientras cargaba su pipa.Su hija, Marguy, no respondió en el momento. En cambio, prefirió observar de costado como él seguía con ese ritual de cargar la pipa de tabaco, llevársela a la boca y encenderla con un cerillo. Contó las bocanadas que su padre dio. Sabía que, al igual que a ella, la noticia lo había afectado. Por esa razón, esperaría a que terminara con su ritual. Para que, al menos, estuviera un poco más relajado cuando le diera los pocos detalles que ella sabía. Mientras tanto, afuera, la lluvia seguía cayendo junto con la tarde. —¿Y bien?— insistió Asmodeus sin poder ocultar su impaciencia. Marguy suspiró y volteó a verlo, sonriendo de lado como siempre lo hacía. Se encogió de hombros y esa fue toda la respuesta que se limitó a dar. Asmodeus rodó los ojos, su hija natural era un maldito calco a ese hombre que había sido en su juventud. —Lastima que no fueras un hombre, Marguy…
«Realmente ¿Estoy segura a su lado? Realmente ¿Él podría ser alguien de confianza? En serio… ¿Él está esperando a que yo le crea todos sus cuentos?¿Lo hace porque es lo que cree correcto o tiene otra intención?¡Dios Santo!¿En dónde me han metido?»Pensó Alba casi al borde de las lágrimas sin poder evitar observar a Damián con la sincera expresión de terror. Decir que se encontraba devastada ante esa situación, era quedarse corto y subestimar su capacidad de frustración. A lo mejor Damián se había dado cuenta de todo lo que ocurría en su mente. Alba no estaba segura de eso, pues todo ocurrió tan de repente que no tuvo tiempo de pararse a pensar. Él la tomó por la barbilla, sin dejar de observarla con preocupación. Sus ojos azul cielo parecían preguntar por lo que le ocurría. Y eso, a ella, la preocupaba aun más ¿Cómo podía ser, él, un hombre tan atento y, a su vez, tener malas intenciones? Confundida, se echó a llorar. —¿Alba
—¿Acaso no estabas enfadado conmigo, Damián?— quiso saber mientras amohinaba los labios y fruncía el entrecejo.Él la observó en silencio un momento, sin dejar de sonreír. Aunque esa sonrisa tenía más de burla que de complicidad. Pero, tampoco era burla lo que sentía. Por el contrario, solo le divertía ver las grandes ironías que ella le mostraba.«¿Tan poco tiempo que nos conocemos y ya se ha dado cuenta cómo soy? En todo caso ¿Por qué no me ofende que así sea?»Observó para luego encogerse de hombros y dejarse caer sobre la cama con la cabeza apoyada sobre sus brazos. Se dio la vuelta y estiró la mano para acariciarle la mejilla con la yema de su pulgar sintiendo la suavidad de su piel. Tan suave que ya comenzaba a antojar.De vuelta, hasta él mismo se sorprendía cuánto lo podía provocar esa hermosa fragilidad. Tanto así que debía reconocer que los enfados, con ella, no le durarían más que unos escasos segundos. —¿Le cuento
Último capítulo