El viaje desde la prisión había sido silencioso, un preludio a la nueva vida que se abría ante Nathaniel Vance. La camioneta se detuvo frente a una casa de campo, recatada en comparación con la majestuosidad de la Casa Blanca, pero impecablemente cuidada, con un jardín florecido y un aire de tranquila dignidad. Era un refugio, un santuario lejos del ojo público y las tormentas políticas.
Vance bajó de la camioneta, sosteniendo a Ethan en sus brazos. El niño, ajeno a la gravedad del momento, miraba con curiosidad la nueva casa. Al entrar, la diferencia con la inmensidad de la mansión presidencial fue palpable. Los techos eran más bajos, los pasillos más íntimos. Era un hogar, no un palacio.
—¿Qué te parece la casa, campeón? —preguntó Vance, su voz suave, mientras dejaba a Ethan en el suelo.
Ethan corrió un poco, explorando con ojos curiosos.
—¡Es grande, papá! ¿Más grande que la otra?
Vance sonrió, una sonrisa genuina que rara vez había aparecido en su rostro durante años. Era el coraz