Cuatro largos años habían transcurrido desde que la puerta de acero de Leavenworth se cerrara sobre Nathaniel Vance.
Cuatro años en los que el mundo exterior había continuado su marcha implacable, mientras él, en su celda espartana, libraba una batalla silenciosa contra la desesperación y el arrepentimiento.
El tiempo en prisión era un desierto de monotonía, cada día idéntico al anterior, una sucesión interminable de horas que se arrastraban con la pesadez de una cadena, pero Vance había encontrado una disciplina brutal en esa rutina. Se levantaba antes del amanecer, cuando el silencio era aún más profundo, y comenzaba su ritual. El frío del concreto bajo sus pies, el olor a desinfectante y desesperanza impregnando el aire.
En el diminuto espacio de su celda, Vance se ejercitaba con una disciplina férrea. Flexiones, sentadillas, dominadas improvisadas en el marco de la litera. Su cuerpo, antes el de un hombre de estado acostumbrado a los lujos, se había transformado en una máquina de