El silencio en el almacén era tan denso que casi se podía saborear la desesperación y la furia. Nathaniel Vance apretaba a su bebé contra el pecho, el pequeño cuerpo caliente y vivo un ancla en el caos. Frente a él, Rebecca Thorne, inmovilizada en el suelo por los agentes del Delta, sonreía con una mezcla de locura y triunfo, su última revelación colgando en el aire.
—Porque si me matas… —había dicho Rebecca, su voz un susurro fantasmal—, también matarás a tu bebé.
Vance sintió que su mundo se desvanecía, la rabia que lo consumía chocando contra un muro de terror absoluto. Miró a su hijo, luego a Rebecca, sus ojos exigiendo una explicación.
—¿De qué… de qué estás hablando, Rebecca? —siseó, su voz apenas audible, su garganta apretada por el miedo.
La sonrisa de Rebecca se amplió, una visión macabra. Sus ojos, aunque aún un poco vidriosos, mostraban una lucidez escalofriante, así como una determinación preocupante.
—Cuando lo saqué del hospital, Nathaniel… —comenzó Rebecca, su voz extra