El foco solitario iluminaba a Rebecca Thorne, sentada en el suelo del almacén, acunando al bebé de Vance. Su voz, un susurro suave y desafinado, cantaba una canción de cuna, mientras el pequeño dormía plácidamente en sus brazos. La escena era la personificación de la pesadilla de Vance. El aliento se le atascó en la garganta mientras pronunciaba su pregunta.
—Rebecca, ¿qué hiciste?
Rebecca levantó la mirada, sus ojos, antes llenos de la furia que Vance conocía, brillaban con una extraña dulzura, aunque con una perturbación evidente. Su sonrisa era desquiciada, casi infantil, y subió la manta del bebé para que no tuviera frío. Su instinto materno era grande, pero no con el bebé correcto.
—Shhh… —siseó, llevando un dedo a sus labios, el gesto de una madre que protege el sueño de su hijo—. No hables tan fuerte, Nathaniel. Podrías despertarlo. Es tan pequeño. Tan hermoso.
Vance dio un paso adelante, sus ojos fijos en el bebé, una mezcla de alivio abrumador y un terror gélido. Los agentes