La Casa Blanca, lejos de ser un refugio, se había convertido en la jaula de oro de Nathaniel Vance. Con su bebé seguro en el ala médica de la residencia presidencial, pero con la amenaza latente de la cápsula de Rebecca, Vance había movilizado a los mejores especialistas del mundo. Neurólogos, toxicólogos, cirujanos pediátricos de élite, todos volaron en secreto, sus reputaciones eclipsadas por el caso de vida o muerte del hijo del Presidente.
La sala de conferencias se transformó en una unidad de crisis médica. Imágenes de resonancia magnética, tomografías y análisis de sangre del bebé llenaban las pantallas. Vance, con el rostro demacrado y los ojos inyectados en sangre por la falta de sueño y la ansiedad, escuchaba cada palabra, cada suspiro, cada silencio.
El doctor Aris Thorne, sin relación con Rebecca, más como una ironía del destino, un neurocirujano pediátrico de renombre mundial, se dirigió a Vance con un semblante grave.
—Presidente, después de horas de estudios exhaustivos…