La revelación de la verdad sobre el atentado en Irak había golpeado a Nathaniel Vance como un puñetazo. La confesión del Coronel Jenkins resonaba en su mente, la magnitud de su crimen, la magnitud de su encubrimiento, lo dejaban sin aliento. La vida de Anastasia, la vida de su hijo, pendían de un hilo, y él era el único que podía salvarlos, pero el precio era su propia destrucción.
—No puedo creer que ese hombre… que Jenkins… —murmuró Vance, caminando de un lado a otro en la Sala de Crisis, el agotamiento dibujado en cada línea de su rostro.
—Presidente, necesitamos un plan. —David Hayes intentó recuperar el control, su voz tensa, pero calmada—. Ellis quiere una confesión pública. ¿Qué va a hacer?
Vance entendía la magnitud de decir tal cosa, que aunque no fue en su presidencia, tenía que ver con los fondos para su campaña y con las personas que rodeaban su gabinete de trabajo.
—No puedo hacer eso. —Vance negó con la cabeza, la idea era un veneno en su boca, peor que haberse acostada