El aire de la sala de la corte era pesado, cargado con el olor a papel viejo y a la tensión de un drama que se desarrollaba ante los ojos de un país entero. Anastasia, sentada junto a sus abogados, se sentía como una figura de cera, inmóvil y pálida bajo la luz dura de las lámparas. Al otro lado de la sala, el fiscal, un hombre con una mirada de juicio que se sentía como un cuchillo, la observaba, sus ojos una mezcla de desprecio y de una fría curiosidad.
—Señor Nathaniel Vance —dijo el juez, su voz resonando en el silencio—. Por favor, suba al estrado.
Vance se levantó, su postura era una de dignidad, su rostro era una máscara de calma. Caminó por la sala, su mirada se encontró con la de Anastasia, y una sonrisa que se sintió como una rendición se formó en su rostro. Cuando se sentó en el estrado, el juramento fue un sonido de una formalidad que Vance no tomó a la ligera. No era la primera vez qua estaba en un estrado, y las dos veces fue gracias a su esposa, o la persona que podría