Había pasado un mes desde la muerte de Ellis.
El eco de los disparos en la fábrica abandonada y el grito final del hombre que intentó destruir sus vidas se había disipado, dejando un silencio que, por primera vez en años, se sentía como paz. Las cosas habían vuelto a su lugar, o al menos, a un nuevo lugar. Vance se había recuperado por completo de sus heridas. Las cicatrices en su pecho eran un recordatorio silencioso de su dolor, pero el amor en sus ojos era la prueba de su sanación.
Una tarde, mientras la luz dorada del sol se filtraba por la ventana de su oficina, Vance se sentó en el sofá con Henry en su regazo. Leía un libro sobre la historia del país, pero sus ojos estaban en su hijo. Amaba demasiado a Henry. Desde Ethan no había convivido con ningún otro niño, ni lo había amado como padre. Ethan fue una tortura imperdonable, pero con la llegada de Henry, Nathaniel finalmente se sintió como un padre.
—Dime, mi príncipe, ¿qué aprendiste hoy? —preguntó Vance, acariciando el cabell