El aire de la fábrica abandonada era pesado, cargado con el olor a metal oxidado y a muerte. El silencio, un silencio antinatural que solo era interrumpido por los sollozos de Henry, era un recordatorio constante de la tragedia que se cernía sobre ellos.
El pequeño cuerpo de su hijo temblaba detrás de su captor, un grito silencioso que rompía el corazón de Anastasia. Ellis, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, disfrutaba del terror en los rostros de sus prisioneros. Su postura era demasiado casual para el momento, como si estuviera presenciando una obra de teatro que él mismo había escrito. Estaba encantado, excitado.
—El primero que dispare —dijo Ellis, con una voz que se sintió como un susurro venenoso que flotaba en el aire gélido—. Se quedará con Henry, y todo esto terminará.
Anastasia, con una mirada de desconfianza en sus ojos, le preguntó: —¿Y cómo sé que es cierto? Tu palabra no vale nada.
Ellis se encogió de hombros, con una sonrisa en el rostro, su mirada llena de un o