El crujido de las costillas de Vance resonó en la cueva, un sonido que Anastasia sintió en su propia carne. El dolor en el rostro de Vance era un espejo del suyo, y su impotencia se sentía como una cuerda que la ahogaba. El sabor a sangre en su boca era un recordatorio constante de su derrota, de que su arrogancia no había servido de nada. La promesa que le hizo a Vance, sin embargo, no era un simple gesto de amor; era el detonante de la bestia que llevaba dentro, un grito silencioso de venganza.
Mientras los hombres de Depredador se reían, Anastasia, en silencio, comenzó a planear. Su mente, que había estado ocupada por la venganza, ahora estaba ocupada por la supervivencia. Miró a su alrededor, buscando una debilidad, una oportunidad. La cueva, que era su prisión, se convertiría en su campo de batalla.
Anastasia comenzó a mover sus ojos por todas partes. Trazó, calculó, ideó. Su mente era una máquina bien lubricada que no paraba, y así como logró destruir a Vance, lograría salvarlo.