La mañana se había vuelto un infierno helado.
Vance y Anastasia, con las manos sobre la cabeza y amordazados, caminaban a punta de pistola por el sendero nevado directo a lo que sería el fin. El aire era cortante, un aliento gélido que quemaba sus pulmones, y la nieve, que había sido testigo de su pasión, ahora era un campo de batalla. Los cuatro hombres encapuchados, con sus pasos firmes y su silencio opresivo, los guiaban a un lugar desconocido.
—Maldita sea —murmuró Vance, su mente era un caos de rabia y de impotencia—. ¿Quiénes son estos tipos? ¿Y qué quieren?
El terror se apoderó de su cuerpo, un miedo crudo que se apuso sobre la rabia. Habían pasado de una intimidad inusual a la puta brutalidad de la realidad. Se preguntaba si esos hombres sabían quiénes eran, si el mundo se había enterado de que estaban vivos. Y si así era, ¿quién de todos sus enemigos los habían enviado?
Vance despertó como siempre, pero esa vez, con una pistola en la cabeza. Le habían pedido que dejara a Anas