La operación para resguardar a Isabella Volkova era un espectáculo de precisión militar y tecnología de punta. El búnker, una fortaleza subterránea en las afueras de Washington D.C., era la joya de la corona del nuevo plan de seguridad.
Un equipo de élite, formado por lo mejor de las fuerzas especiales estadounidenses, custodiaba cada pasillo, cada cámara. Las cámaras de vigilancia con sensores de calor monitoreaban cada rincón, y los detectores de movimiento se activaban al menor indicio de una intrusión. La tensión era palpable, un aire electrificado que hacía que el más mínimo susurro pareciera un grito. Los hombres de los Coroneles, en sus posiciones, se movían con la calma tensa de quienes esperan lo inevitable.
Sin embargo, en el mundo de Anastasia, la seguridad era un concepto relativo, una ilusión que ella se divertía en desmantelar.
Se deslizó entre las sombras de un conducto de ventilación, su figura esbelta y silenciosa. No había roto una sola cerradura, no había activado u