33. El Mensaje de Diego
El auto se detuvo frente a la Galería Almonte a las diez en punto. Isidora no se movió inmediatamente. Se quedó sentada en el asiento trasero, mirando el edificio de cristal y acero que alguna vez fue el orgullo de su padre.
—¿Señorita? —preguntó el conductor suavemente.
—Sí. Gracias.
Isidora salió del auto con movimientos cuidadosos. Cada paso le recordaba lo que había perdido la noche anterior. No era solo el dolor físico. Era la certeza de que su cuerpo ya no era completamente suyo.
La galería estaba cerrada al público, pero la puerta principal se abrió antes de que pudiera tocar el timbre.
Diego Clarck apareció en el umbral.
Llevaba jeans oscuros y una camisa blanca con las mangas arremangadas. Su cabello castaño estaba ligeramente despeinado, como si se hubiera pasado las manos por él varias veces. Sus ojos, normalmente cálidos y llenos de vida, la estudiaron con una intensidad que la hizo sentir expuesta.
—Isidora —dijo simplemente.
Ella intentó sonreír, pero sus labios apenas se