El sonido suave de la puerta al cerrarse fue como una detonación en el pecho de Enzo. No podía dejar que terminara así. No esta vez.
Se levantó sin pensarlo demasiado y salió al pasillo, sus pasos firmes, decididos. Sabía exactamente a dónde ir. El despacho.
Bajó las escaleras, cruzó el vestíbulo en penumbras y empujó la puerta de roble sin llamar. Alessandro estaba allí, de pie frente a la ventana, bebiendo un trago de whisky con la camisa arrugada y la mirada perdida en los jardines oscuros.
—¿Ahora eres tú quien me invade? —preguntó sin volverse.
—Necesitamos aclarar esto—respondió Enzo, cerrando la puerta tras de sí—. No te creo, Alessandro. No creo que quieras olvidarme.
Alessandro rio sin humor, esa risa rota y amarga de quien está al borde del abismo.
—Claro que no puedo. ¿Y sabes por qué? —Se giró, con la copa temblando apenas en su mano—. Porque te vi, Enzo. En Roma. Desnudo.
Enzo parpadeó, confundido.
—¿De qué hablas?
—En el hotel —continuó Alessandro, su voz baja, cruda—. E