El aire fresco de la noche le acariciaba el rostro. Desde el balcón, Enzo contemplaba las luces de la ciudad como si en ellas pudiera encontrar respuestas a lo que acababa de escuchar. Tenía el pecho revuelto, no por el vino ni por el bullicio de la fiesta… sino por esa conversación con Sean Carbone, que no lograba sacarse de la cabeza.
Cerró los ojos por un instante. El aire olía a jazmines y a peligro.
—¿Qué tanto te dijo Sean Carbone? —preguntó de pronto una voz a su espalda, firme y baja.
Enzo giró lentamente.
Alessandro Moretti estaba allí, con las manos en los bolsillos, la mirada afilada como un cuchillo recién afilado. Se acercó apenas un paso, como si lo midiera, como si esperara que Enzo le mintiera.
—¿Perdón? —dijo Enzo, fingiendo inocencia.
—Lo vi hablándote como si fueran viejos amigos —continuó Alessandro, deteniéndose a un paso de él, su voz teñida de celos contenidos—. Te habló al oído. Te sonrió. ¿Desde cuándo los Carbone tienen tanta confianza con los empleados de la