El reloj marcaba las 11:42 p.m. cuando Sebastián apagó las luces del auto y tomó el desvío hacia una carretera secundaria, completamente a oscuras. Franklin iba en el asiento trasero, encorvado, cubierto con una chaqueta vieja, los ojos desorbitados y los labios resecos por tanto murmurar entre dientes.
—¿Todo bien? —preguntó Sebastián sin mirarlo del todo.
Franklin no respondió. Solo respiraba rápido, como si estuviera a punto de hiperventilar.
—En cinco minutos nos encontramos con el contacto. De ahí, directo al límite del departamento —añadió Sebastián, tratando de sonar tranquilo.
—No… no va a funcionar —balbuceó Franklin, con la voz temblorosa—. Ella… Ella ya sabe.
—No te va a pasar nada, hermano. Estás conmigo —dijo Sebastián, sin levantar la voz—. Solo concéntrate. Un paso a la vez.
—¿Concentrarme? ¡Yo no dormí por siete años, Sebastián! ¡Siete! —gritó de pronto Franklin, golpeando el asiento delantero—. No puedo respirar sin pensar que alguien me está apuntando.
El auto se sum