La grabación no duraba más de ocho minutos. La voz de Franklin era entrecortada, temblorosa, cargada de años de silencio acumulado. Sebastián la había enviado apenas terminó el encuentro. Valentina la escuchaba sola, en el comedor de su apartamento, con las manos apretadas en el borde de la mesa.
No lloró.
No dijo nada cuando Franklin nombró a “la doctora Salazar”. Cuando la describió como una mujer que jugaba a los mil rostros. Cuando la llamó *la jefa*. Solo bajó la cabeza, como si estuviera aguantando una tormenta con los dientes apretados.
—Mi mamá… —murmuró con un hilo de voz—. No puede ser.
Pero lo era.
Sabía que algo no encajaba desde hace tiempo. Había huecos. Vacíos que nadie se tomaba el tiempo de explicar. Una red invisible que siempre la rodeó. Una sombra que la había protegido… y manipulado.
Sebastián la observaba desde la puerta. No había intervenido durante la grabación. Había dejado que ella lo descubriera sola, como una herida que no se puede tapar con vendas dulces.