El despacho de Duarte estaba en penumbra.
Solo una lámpara encendida y el humo denso de su cigarro llenaban el aire.
Tenía un expediente abierto frente a él.
Fotos, fechas, movimientos.
Todo sobre Valentina.
Uno de sus hombres, silencioso como una sombra, leía en voz baja.
—Visitó el cementerio hace tres días. Exigió abrir la tumba. Estaba vacía.
Duarte no reaccionó.
—Después rastreó cuentas en el Caribe. Usó una simulación para activar un número… un nombre que coincidía con viejos registros.
—¿Cuál?
—Orquídea Blanca.
Duarte cerró los ojos.
—Hija de puta —susurró—.
Lo sabe.
O está a punto.
El hombre esperó instrucciones.
Duarte se levantó, caminó hacia la ventana.
La ciudad titilaba allá abajo como un tablero encendido.
—¿Sebastián?
—No reporta actividad inusual. Está con ella.
—Y Tomás.
—Viajes cruzados. Silencios. No habla con nadie más que con ella. Están unidos.
Duarte apretó los puños.
—Vigílalos. A los tres. Día y noche.
Y si alguno hace una sola llamada fuera del país… me lo di