Valentina entró al despacho de Duarte como si todo estuviera bajo control.
Vestía sobria, impecable, sin rastro del filo que llevaba por dentro.
Llevaba un portafolio de cuero y una expresión seria, casi preocupada.
—Tenemos un problema —dijo sin rodeos, colocando los papeles sobre el escritorio—. Y es más grande de lo que crees.
Duarte la observó desde su sillón de cuero.
No dijo nada.
Solo encendió un cigarro, como si ya supiera que el veneno venía disfrazado de preocupación.
—¿Qué clase de problema?
—Intercepté información que no debía llegar a mí.
Contactos en Panamá, cuentas en Letonia, transferencias desde Malta.
Todo bajo vigilancia.
Y lo peor: nombres que no reconozco.
Agentes internacionales que están detrás del dinero. De nosotros.
Duarte tomó los papeles.
Revisó las hojas con rapidez.
Todo parecía legítimo: fechas, sellos, cuentas, alertas rojas.
—¿Cómo conseguiste esto?
—No importa.
Importa que nos están cercando.
Y si no actuamos como una unidad…
no salimos vivos.
Duarte