Valentina apareció en la oficina de Duarte al mediodía, como si todo estuviera en orden.
Vestía de blanco, con un abrigo largo y el cabello suelto.
En sus manos, un portafolio con papeles legales y una sonrisa afilada.
—Necesitamos blindar el negocio —dijo sin rodeos—. Lo que viene no será suave.
Hay demasiados ojos encima.
Duarte la escuchó con atención.
No la interrumpió.
Estaba fascinado.
Su hija volvía a hablarle de poder.
Como si por fin aceptara lo que era.
—¿Qué propones?
—Una alianza entre nuestras fundaciones. Un escudo social para proteger el flujo de capital.
Y que Sebastián sea la cara pública.
—¿Y tú?
—Yo manejo los hilos.
Duarte sonrió, satisfecho.
—Al final, el poder siempre llama a su linaje.
Valentina sostuvo su mirada.
—No soy una Duarte por azar, papá.
No lo dijo con orgullo.
Lo dijo como quien **reconoce al enemigo en el espejo.
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Esa noche, en el apartamento, Sebastián la recibió con una copa de vino.
—¿Tú y Duarte ahora son socios?
—Siempre lo fuimos —respondió