El mar golpeaba suave contra las rocas mientras el cuarto del hotel quedaba en silencio.
Valentina se sentó frente a la ventana, con la bata de lino desabrochada hasta la clavícula y el cabello húmedo.
Sebastián salía de la ducha, envuelto en una toalla, cuando notó la seriedad en sus ojos.
—Tenemos que hablar —dijo ella sin rodeos.
Él asintió, se sentó en la orilla de la cama, y esperó.
Ella no necesitó rodeos.
—Ya no quiero medias verdades, Sebastián.
Quiero tu historia completa.
Quiero saber cuándo empezó esto…
y cuándo decidiste arrastrarme contigo.
Sebastián tragó saliva.
Por un segundo pensó en mentir, en suavizar los bordes, pero ya no tenía caso.
Valentina no era una mujer que se tragara palabras disfrazadas.
—Mi padre murió cuando yo tenía diecisiete —empezó, sin mirarla—. Era contador en una de las empresas fachada de Duarte. Un día… desapareció.
Mi madre recibió dinero, un silencio, y una advertencia.
Yo juré que iba a vengarlo.
Pero en lugar de destruir ese mundo desde afu