El lugar era un café olvidado en una calle lateral, lejos del ruido de la ciudad.
Luz tenue, música suave, dos mesas ocupadas.
Valentina y Tomás llegaron cinco minutos antes de lo pactado.
Ambos vestían ropa sobria, discreta. La tensión se sentía en la piel.
—¿La ves? —preguntó Tomás.
—No todavía. Pero está aquí —respondió Valentina— Nos vigila.
Unos segundos después, una mujer de mediana edad, cabello recogido y gafas oscuras, entró sin mirar a nadie.
Llevaba una carpeta bajo el brazo y un café en la mano.
Se sentó frente a ellos sin presentarse.
—Gracias por venir. Pero no debieron.
Están cavando donde la tierra aún sangra.
—Por eso estamos aquí —dijo Valentina—. Para que deje de sangrar.
La mujer sonrió con cansancio.
—¿Y qué harán cuando encuentren los huesos? ¿Enterrarlos de nuevo o usarlos para construir su propia versión del poder?
Tomás frunció el ceño.
—Solo queremos la verdad.
Ella los miró a ambos.
—¿Toda?
—Sí.
La periodista sacó un sobre grueso y lo desl