Sebastián no creyó que respondería.
Y sin embargo, ahí estaba. De pie en la puerta de su oficina, justo después de la hora en que todos se habían marchado. Vestida de negro, con un abrigo largo que ocultaba su figura pero no su intención.
—¿Estás solo? —preguntó con voz neutra, cruzando el umbral como si fuese su terreno.
Sebastián asintió. No dijo nada. Solo la observó, como quien ve llegar el desastre y lo desea.
Valentina dejó el abrigo colgado en la percha. Debajo, un vestido ajustado, oscuro, de tela fina que se aferraba a cada curva con hambre. No llevaba sostén. Tampoco miedo.
Él la miró como si quisiera arrancarle la piel a besos. Ella lo sabía.
—¿Y bien? —preguntó con una ceja alzada—. ¿Me llamaste para hablar de negocios?
Sebastián sonrió apenas.
—No.
—Perfecto —susurró ella, caminando hacia su escritorio—. Entonces, cierra la puerta.
Él obedeció.
Ella se sentó sobre el escritorio con las piernas cruzadas, dejando a la vista sus muslos desnudos. El silencio entre ellos era u