No volvió a escribirle.
Después de aquella noche, Sebastián hizo lo que mejor sabía hacer: cerrar la puerta, enterrar el deseo, fingir que nada lo tocaba.
Durante las primeras horas del día siguiente, repitió en su mente que había sido solo sexo. Una descarga. Un desahogo carnal entre dos adultos que sabían lo que hacían.
Se duchó. Se puso su traje más caro. Dio órdenes. Firmó contratos.
Y no pensó en ella. O eso se dijo a sí mismo.
Pero por la tarde, al cruzar la puerta de su oficina, el aire seguía oliendo a Valentina.
A su perfume amaderado. A la mezcla dulce y cruel de su cuerpo tibio en su escritorio.
Cerró los ojos. Lo odió.
Odiaba que, por primera vez, una mujer no se hubiera quedado rogando más.
Odiaba que no hubiera mensaje. Ni una llamada. Ni un maldito emoji.
Solo silencio.
Una parte de él quería reírse. Otra quería destruir algo.
—¿Todo bien, jefe? —le preguntó Santiago, su asistente.
Sebastián alzó la vista desde su portátil. Lo miró como si le hablara en otro idioma.
—Pe