A las 7:36 a. m., capturaron a la senadora Juliana Méndez en pleno desayuno con la prensa.
Fue breve. Silenciosa. Pero demoledora.
—¿De qué me acusan? —preguntó, con arrogancia, a los agentes que la esposaban.
—De financiar operaciones ilegales de alias Isabel Duarte y encubrir asesinatos de Estado —respondió uno.
El café que tenía en la mano se volcó en su falda.
No dijo una palabra más.
Ese mismo día, el exdirector de la DIAN, Pedro Correa, fue detenido en Panamá. Y horas más tarde, el jefe de Inteligencia del Ejército, Julián Serrano, apareció esposado y con chaleco antibalas, mientras era escoltado a una sala de interrogatorio en La Picota.
Valentina observaba la lista de nombres en la pantalla.
Uno a uno. Uno por uno.
Todos los que alguna vez se habían reído en la cara de la justicia… caían como fichas.
—No vamos a ir por Isabel todavía —dijo ella, con la voz más fría que Tomás había escuchado nunca—. Que piense que seguimos buscándola. Mientras tanto, limpiamos el terreno.
—¿Y s