El viento en Bogotá tenía esa forma sucia de acariciar los cristales, como si todo en la ciudad estuviera cubierto de polvo y memoria. Valentina miraba por la ventana mientras hablaba por teléfono, su ceño fruncido.
—¿Estás seguro de que lo vieron salir? —preguntó, la voz firme pero inquieta.
—Sí, doctora. Alguien lo estaba siguiendo desde la zona del 7 de agosto. Franklin está paranoico. Dice que un carro negro lo ha estado rondando por horas —respondió la voz al otro lado, uno de sus informantes de confianza.
Valentina colgó con el estómago revuelto. No había duda: la red ya estaba oliendo su movimiento. Y si sabían lo de Franklin, sabían mucho más.
Al poco tiempo, Sebastián entró al salón, sin alardes, pero con la tensión vibrando en sus gestos.
—Lo saqué del hostal —dijo—. Está escondido en una bodega de un viejo amigo en Chía. Pero esto se está complicando, Vale. Alguien pagó por su cabeza.
—¿Tú crees que fue ella? —preguntó ella, sin mencionar a su madre.
Sebastián no respondió