El apartamento de Valentina amanecía en un silencio extraño, casi pacífico. La ciudad, allá afuera, aún no despertaba del todo, pero adentro, entre sábanas revueltas y pieles tibias, el día comenzaba con otra cadencia.
Valentina abrió los ojos lentamente. Sebastián dormía profundamente a su lado, en esa cama que hasta hace unas semanas sentía tan suya… y ahora, compartida con él, parecía otra. Lo observó en silencio, aún incrédula de tenerlo ahí. De haberlo dejado entrar de nuevo a su mundo, a su cuerpo… y tal vez, a su corazón.
Se deslizó con cuidado fuera de la cama, con una camiseta suya puesta —una blanca, vieja, de esas que le quedaban como vestido— y caminó descalza hacia la cocina. El aire olía a mañana y a decisiones que no quería tomar todavía.
Mientras calentaba agua y partía pan, escuchó pasos arrastrándose por el pasillo. No necesitó voltear para saber que era él.
—¿Te vas a escapar sin darme un beso? —dijo Sebastián, su voz ronca, con esa sonrisa dormida que ella conocía