Los días en el taller se habían vuelto una sinfonía de creación. Desde la llegada de Gabriel, el ritmo de trabajo se había acelerado de una manera casi mágica. Las risas de Layla, las palabras suaves de Fiorella, la concentración silenciosa de Gabriel y el zumbido constante de las máquinas de coser se habían fusionado en un eco armonioso que me llenaba el alma. Estaba tan ocupada que apenas tenía tiempo para comer o respirar, pero la fatiga que sentía era una dulce y bienvenida sensación. Estaba creando, estaba trabajando, estaba haciendo lo que más amaba. El taller era un paraíso de hilos de colores, rollos de tela apilados hasta el techo y bocetos pegados por todas las paredes. Me sentía una capitana al mando de un barco en el que mi tripulación era la mejor del mundo.
Gabriel, en particular, había demostrado ser un aprendiz prodigioso. Sus preguntas eran precisas y su curiosidad insaciable. Absorbía cada lección como una esponja, y sus manos, que al principio se movían con la torpe