La necesidad de espacio me había llevado a un lugar familiar, un refugio de la tormenta emocional que había sido mi tarde. El parque donde Dumas y yo habíamos tenido nuestra primera cita parecía el único lugar lógico para ir. Era un santuario de paz, un lugar donde mis pensamientos, antes una avalancha de ira e indignación, podían encontrar un poco de calma.
Me senté en un banco, bajo la sombra de un roble, y me sumergí en la tranquilidad del lugar. La tarde estaba pintada con tonos dorados y anaranjados, una obra de arte que se reflejaba en las copas de los árboles. La brisa suave movía las hojas, creando un susurro que me parecía una canción de cuna, un arrullo que me invitaba a relajarme. El sol, que se había escondido tras las nubes, ahora se mostraba en todo su esplendor, un recordatorio de que después de la tormenta, siempre sale el sol.
Me quedé allí, observando a las personas. Un padre enseñándole a su hijo a andar en bicicleta, una pareja de ancianos sentados en un banco, un