La alarma del teléfono sonó, pero mi cerebro, que aún nadaba en la pacífica bruma del sueño, no la registró. La mano de Dumas no estaba a mi lado, la cama se sentía fría y el olor a café no me despertó como usualmente hacía. Me levanté un poco desorientada y, al ver la hora en el reloj de la mesilla de noche, un escalofrío me recorrió la espalda. A las siete y media de la mañana.
¡Se me había hecho tardísimo! Dumas, con su eterna puntualidad, ya debía de haberse ido. Me vestí con prisa, casi olvidando ponerme los zapatos. El pantalón de mezclilla y la blusa holgada se sintieron cómodos. Me hice una coleta rápida, sin importarme el cabello desordenado, y salí del apartamento de Dumas casi sin respirar. El ascensor me pareció lento, la espera una eternidad. Mi corazón latía con fuerza, un tamborileo nervioso que me hacía sentir que la ansiedad se había vuelto a apoderar de mí, al menos un poquito, y por unos momentos me sentí abrumada. La idea de que Gabriel, el dulce y talentoso Gabri